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viernes, 22 de julio de 2011

David y Goliat

David y Goliat

Un singular combate que tuvo lugar en Tierra Santa entre el campeón de los filisteos y un joven pastor sin experiencia de guerra, puso de manifiesto mil doscientos años antes de Cristo que cuando se tiene fe y se hace lo que es correcto a los ojos de Dios se pueden obrar las proezas más increíbles y obtener la victoria sobre las fuerzas de la obscuridad y el pecado

Los filisteos eran un pueblo guerrero, enemigo de Dios, que habitaba un pequeño territorio costero a orillas del Mediterráneo, entre Israel y la península de Sinaí.
Llegados desde el Mar Egeo alrededor en el siglo XIII a.C., levantaron ciudades como Gaza, Ashdod, Ascalón, Azoto y Gat, en las que destacaban sobre el resto de las edificaciones, templos de dioses perversos y demoníacos como Dagon y Baal-Zebul a quienes hacían crueles sacrificios.
Invasión a Israel
Ocurrió que en tiempos de Samuel (año 1050 a.C.) los filisteos entraron en Judá y después de alcanzar Socó llegaron a Efes-Damim, región situada entre aquella comarca y Azeca, donde levantaron su campamento y lanzaron desafíos a los pobladores del lugar. Enterado de ello, el rey Saúl movilizó sus fuerzas enfilando hacia el valle de Terebinto, al otro lado del monte en el que acampaban los invasores, y allí levantó sus tiendas de campaña en espera de los acontecimientos.
Goliat de Gat
“Y salió de los reales de los filisteos un hombre bastardo, llamado Goliat, de Gat, cuya estatura era de seis codos y un palmo. Traía en su cabeza un morrión de bronce, e iba vestido de una coraza escamada, del mismo metal, que pesaba cincomil siclos; botas de bronce cubrían sus piernas y defendía sus hombros un escudo de dicho metal. El astil de su lanza era grueso como el enjullo de un telar, y el hierro de la misma pesaba seiscientos siclos e iba delante de él su escudero” (1).
Quedaron aterrados los israelitas al ver al gigante y ninguno se atrevió a aceptar su desafío de combate individual. Al ver aquello, los filisteos rieron estruendosamente y se mofaron de sus rivales.
“¿Porqué habéis venido para dar batalla? ¿No soy yo un filisteo y vosotros siervos de Saúl? Escoged de entre vosotros alguno que salga a combatir cuerpo a cuerpo. Si tuviere valor para pelear conmigo y me matare, seremos esclavos vuestros; más si yo prevaleciere y le matare a él, vosotros seréis los esclavos, y nos serviréis. Dadme acá un campeón, y mida sus fuerzas conmigo, cuerpo a cuerpo” (2).
Más Saúl y sus guerreros se acobardaron y llenaron de pavor.
David el pastor
No lejos de allí apacentaba sus ovejas David, el menor de los ocho hijos de Isaí de Belén, quien había sido ungido por el Señor a través de Samuel y que solía agradar al rey con el sonido de su arpa cuando el mal espíritu agobiaba su alma.
Una mañana, pidió a David que por ese día dejase el ganado y se dirigiese al campamento del rey para llevarle provisiones a sus hermanos, Eliab, Abinadab y Samma, que combatían en las filas de Israel.
Nuevos desafíos de Goliat
Al llegar al acantonamiento, David vio que ambas fuerzas se formaban para el combate. Entonces, echó a correr presuroso para informarse de la situación de sus hermanos cuando una poderosa voz proveniente de las filas invasoras, le llamó la atención. Era Goliat, el campeón filisteo que, como todos los días, repetía su desafío insultando y mofándose de los israelitas. El joven pastor, al ver a sus compatriotas abandonar las filas del ejército, le preguntó a un soldado quien era aquel hombre vil.
“¿No habéis visto a ese hombre que se presenta? Pues, a insultar a Israel viene” (3), le respondió.
David acepta el reto
Al escuchar eso David, llenó de ira, exclamó: “¡¿quién es ese filisteo incircunciso para insultar así a los escuadrones del Dios vivo?! (4), y dirigiéndose a la tienda del rey, se presentó ante él para manifestarle, frente a todos sus capitanes, que estaba dispuesto a enfrentar al gigante. “Nadie desmaye a causa de ese filisteo. Yo, siervo tuyo, iré y pelearé contra él” (5).
Tanto Saúl como sus oficiales quedaron perplejos. Frente a ellos, aquel muchacho, un simple pastor, proponía enfrentar a un guerrero invencible, que había luchado en decenas de batallas y derrotado a infinidad de enemigos. “No tienes fuerza para resistir a ese filisteo, ni para pelear contra él; pues eres muchacho todavía, y él es un varón aguerrido desde su mocedad” (6), le dijo Saúl con ánimo de disuadirle. Pero David no era un simple pastor. Cuidando a sus ovejas había tenido que enfrentar mil peligros, algunos de ellos, el oso y el león. Por ello respondió: “Apacentaba tu siervo el rebaño de su padre, y venía un león o un oso, y apresaba a un carnero de en medio de la manada; y corría tras él y lo mataba, y le quitaba la presa de entre los dientes; y al volverse contra mí, lo agarraba de la quijada, y lo ahogaba y mataba. De ese modo yo, siervo tuyo, es como maté tanto al león como al oso” y refiriéndose a Dios Todopoderoso agregó: “El mismo me librará también de las manos de ese filisteo”, a lo que Saúl, en parte convencido y en parte resignado, le dio su consentimiento: “Anda, pues, y el Señor sea contigo” (7).
Un combate singular
Los soldados de Saúl vistieron a David con yelmo y coraza y le entregaron la espada del rey pero el joven se despojó de ellas porque le estorbaban. Y vistiendo sus ropas de pastor, se encaminó al campo de batalla llevando su cayado, el mismo que utilizaba para cuidar los rebaños. En el camino, se detuvo junto al río, recogió del agua cinco guijarros lisos y después de guardarlos en su morral, siguió avanzando en busca de Goliat confiando su suerte a Dios.
Al verlo venir, los filisteos estallaron en risas pensando que aquello era una broma. Goliat menospreció a David “...por ser este un joven rubio y de linda presencia”8 y avanzando hacia él, llevando delante su escudo, rugió: “Ven acá, y echaré tus carnes a las aves del cielo y a las bestias de la tierra” (9). A ello respondió David: “Tú vienes contra mí con espada, lanza y escudo; pero yo salgo contra ti en el nombre del Señor de los ejércitos, del Dios de las legiones de Israel, a las cuales has insultado en este día. El Señor te entregará en mis manos y te mataré y cortaré tu cabeza; y daré hoy los cadáveres del campo de los filisteos a las aves del cielo y las bestias de la tierra, para que sepa todo el mundo que hay Dios en Israel, y conozca todo este concurso de gente, que el Señor salva sin espada ni lanza, porque El es el árbitro de la guerra, y El os entregará en nuestras manos” (10).
El triunfo de David
Al escuchar aquello, Goliat corrió, fuera de sí, hacia donde estaba David, con la intención de matarle más aquel, metiendo su mano en la alforja, extrajo uno de los pedregullos, lo colocó en su honda y haciéndola girar velozmente sobre su cabeza, se lo arrojó al gigante, incrustándoselo en el centro de su frente.
Goliat cayó de rodillas primero y dio de narices contra el suelo después, pereciendo instantáneamente. Entonces David corrió hacia él y tomando su espada, le cercenó la cabeza de un certero golpe.
Al ver aquello, los filisteos huyeron despavoridos perseguidos por los israelitas, quienes ocasionaron en ellos gran mortandad, acuchillándolos hasta las puertas de Ecrón y la mismísima Gat, la aldea natal del gigante. Y a su regreso, saquearon su campamento y llevaron la cabeza de Goliat a Jerusalén, para exponerla frente a la multitud, como prueba del poder de Dios.
El poder divino
El Rey David simboliza la fuerza que nos proporciona la Fe cuando la adversidad y el mal parecen invencibles. Es la evidencia más clara de que Dios escucha nuestras oraciones y que, en los peores momentos, está siempre a nuestro lado para brindarnos su protección y proveernos del poder necesario para enfrentar el peligro, siempre y cuando transitemos el camino del bien y hagamos lo que es recto a sus ojos.

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